lunes, 19 de enero de 2015

La Yanacona


                Negra por fuera, blanca por dentro. Frío su rostro, tibia su esencia. Enferma por su dura existencia, sana por su limpia consciencia. Por su amor, doctora de la vida, fue su savia la medicina.
                Doña Yanacona, la nodriza no colonizadora, originaria de las tierras conquistadas, fue quien alimentó a los retoños que por su indefensa sangre quedaron al asecho de las ajenas enfermedades terrenales. Ella, brindó su pecho a la vida por la misma vida, tal vez juzgada por sus hermanos, clasificada por su sangre como traidora. Ella no dio la espalda por justos prejuicios heredados, no vio como monstruos a las criaturas que estuvieron unidas al cordón umbilical de asesinos genocidas, no dio asfixie a quienes inocentemente nacieron en juicio de lesa humanidad.
                Sin ella, tal vez los recién llegados no habrían trascendido a las enfermedades propias de estas tierras, con las que la sangre originaria había forjado sus defensas. La leche materna, transmisora de plaquetas, de escudos biológicos, de herencia; a otra forma de hermandad biocultural hace referencia, que tal vez a algunos les molesta, pero no por ir en contra de su identidad, sino por mero estigma social.
                Doña Yanacona, madre de todo quien habita estas tierras, o mejor dicho estas tierras habitando en la misma vida.

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