Negra
por fuera, blanca por dentro. Frío su rostro, tibia su esencia. Enferma por su
dura existencia, sana por su limpia consciencia. Por su amor, doctora de la
vida, fue su savia la medicina.
Doña
Yanacona, la nodriza no colonizadora, originaria de las tierras conquistadas,
fue quien alimentó a los retoños que por su indefensa sangre quedaron al asecho
de las ajenas enfermedades terrenales. Ella, brindó su pecho a la vida por la misma
vida, tal vez juzgada por sus hermanos, clasificada por su sangre como traidora.
Ella no dio la espalda por justos prejuicios heredados, no vio como
monstruos a las criaturas que estuvieron unidas al cordón umbilical de asesinos
genocidas, no dio asfixie a quienes inocentemente nacieron en juicio de lesa
humanidad.
Sin
ella, tal vez los recién llegados no habrían trascendido a las enfermedades
propias de estas tierras, con las que la sangre originaria había forjado sus
defensas. La leche materna, transmisora de plaquetas, de escudos biológicos, de
herencia; a otra forma de hermandad biocultural hace referencia, que tal vez a
algunos les molesta, pero no por ir en contra de su identidad, sino por mero
estigma social.
Doña
Yanacona, madre de todo quien habita estas tierras, o mejor dicho estas tierras habitando
en la misma vida.
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