No había una vez, en una oscura,
cómoda y reconfortante cueva, un niño llamado Yubel.
Yubel siempre vivió allí adentro
de la cueva en soledad, pero no tenía idea, sólo sabía que él mismo existía.
La cueva, era oscura, cálida y
extensamente amplia, enorme, grandísima, eso sentía, pero Yubel jamás había intentado tocar alguna de sus paredes ni alcanzar extremo alguno. Como allí no había luz, tampoco veía
la lejanía de sus rincones. Para Yubel, no existían horizontes, pero sentía en
todo momento a su alrededor techos y paredes.
Aunque en soledad vivía, solo
nunca se sentía, porque siempre tenía debajo de él, a sus pies, su amado suelo,
que todo le daba, que nada le hacía faltar. Aquel suelo que parecía infinito al
no tener fronteras, le entregaba cuando en él buscaba, alimento. La vida que en
él se hacía, y que en él vivía, era para Yubel, su familia, con quien compartía
la vida, porque con Yubel convivían, dentro de la cueva, plantas y animales,
insectos y grandes árboles, con dulcísimos frutos y flores de exquisitas fragancias
que era todo lo que Yubel respiraba, porque allí no había fotosíntesis ni esas
cosas raras, ya que todos vivían de y en la oscuridad, y del suelo que también
era la fuentes que emanaba el agua que a todos saciaba cuando lo necesitaban.
Sus ojos, abiertos sólo veían aquella
falta de luz, que podía considerar que ésta sea de negritud, porque la palabra “color”
para Yubel no tenía valor, porque allí no existía ni el violeta, ni el verde, no
existía el rojo y mucho menos el blanco. Sus ojos cerrados no veían la
oscuridad, veíase el niño por dentro, se veía Yubel y lo que Yubel veía, ya que
allí dentro, era donde él todo creaba.
Un día salió el Sol y Yubel creó
una caja de fósforos. Al prender el primero, Yubel pudo observar por primera
vez el interior de la cueva. ¡Fue maravilloso, asombroso, espectacular! Todas
las cosas que Yubel podría ver con aquel invento suyo. Pero había un problema,
cada vez que Yubel quería tocar alguna de todas aquellas asombrosas cosas, el
fósforo se apagaba. Aquellas cosas se movían muy rápido y Yubel nunca podía
alcanzarlas, y eso que intentaba e intentaba. Y lo que más a Yubel lo desconcertaba
era que cada vez que encendía un nuevo fósforo las cosas se movían, y aparecían
otras. Entonces, cuando muy ingeniosamente se memorizaba donde se localizaba
aquello que quería palpar, la cosa ya no estaba allí.
Luego de un tiempo, Yubel se
agotó de intentar atrapar aquello que desconocía, además, se le terminaron los
fósforos de aquella caja inventada, estaba cansado y durmió. Al dormir, Yubel
dio cuenta que aquellas cosas que vio dentro de la cueva, allí estaban, en su
sueño, pero estaban quietas, y las podía agarrar. Yubel dedicó todo el sueño a acomodarlas
una por una para guardarlas. Cuando despertó tenía mucha hambre y sed, palpó su
suelo, agarró unas deliciosas zanahorias, de ahí mismo tomó agua, y al saciarse
se dio cuenta que jamás había visto a su amado suelo, que en todos los fósforos
que encendió sólo se dedicó a mirar aquello que se movía alrededor y que le
producía tanto entretenimiento. Entonces con mucho entusiasmo y dedicación,
cerró fuertemente los ojos y deseó, de nuevo creó una caja, con fósforos, pero
esta vez ya no para intentaría agarrar espejismos que sólo le sirven para soñar.