Recuerdo que de niño jugaba
sobre sus aéreas raíces. Ubicado en la vereda de la calle Juan B. Justo, en la
Resistencia añorada de mi infancia, veía como el tiempo ordeñaba sus frutos verdes
y peludos, que tanto me insistían los adultos que veneno contenían, que no era
un extracto lácteo, como parecía.
Un día, más bien de noche, desatada
estaba una gran tormenta en las afueras de la casa de don Díaz Colodrero, “El Negro”.
Su nieto durmiendo despertó ante la caída de un gran trueno. Fue tan pero tan
fuerte el estruendo, que el niño se asustó con terrible sonido del entierro del
cielo. Pero lo menos que sintió fue miedo, pues con el nono a su lado no podría
sentirse inseguro, pues ese gran hombre, fuerte y seguro, amable y
escrupuloso, compañero, querido y admirado por todos, por su nieto sobre todo,
que dormía a su lado por las noches, pesadillas no tenía, ya que con el abuelo
sólo un mundo mejor soñar se podía.
El rayo caído del cielo, al
árbol que mi abuelo alguna vez plantó, lo partió. Pero la astilla enterrada que
era de la rama de don Colodrero, su naturaleza como palo resistente compartía.
El Gomero ante su naturaleza resistió a esa agresiva descarga que sólo una rama
le partió. Digamos que la naturaleza lo podó y así vivió, con la cicatriz del
resistir a la vida, a la naturaleza, al amor, tanto así como el gran hombre que
sus raíces enterró.
Un gran hombre, un gran árbol. “Si
los árboles hablaran” contarían aquellas vidas apreciadas, dirían quienes eran
las personas que su lugar amaban, que a su espacio respetaban, que sus raíces abonaban
y bien fuerte se mantenían por recordar de donde venían y a quienes debían todo
lo que le había dado la vida.
Hoy, este narrador que fue feliz
de niño, que si bien añora a quien alguna vez hubiera dado todo por él, lo
recuerda en los sueños que aun con esperanza mantiene vivos. Vivos como el
árbol y el hombre que en su corazón así se mantienen.
El abuelo no era gomero, pero el
Gomero fue un abuelo. El árbol no era un hombre, pero el hombre dio frutos, y no sólo porque era jardinero y tenía un vivero. Aquel hombre, como avispa sudafricana, dio
muchos hijos gomeros que hoy en Resistencia viven dandole de respirar a la ciudad.
El abuelo ya no está en su
materialidad. El árbol no sé si aun a la “Juan B. Justo 535” su sombra regalará,
pero se escuchan voces que gritan por quienes no pueden reclamar, que luchan
por esos ancianos que siguen dando frutos a la ciudad, pero hay quienes por un
cartel los quieren arrancar.
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